DESDE "LE MONDE DIPLOMATIQUE" QUIERO COMPARTIR CON USTEDES ESTE REPORTAJE.
Entre los discursos de moda y las aspiraciones de una ciudadanía con aroma a postmodernidad
Interculturalidad, Educación y Conflicto social
por María Soledad Erazo Jiménez
En nuestro país, la proliferación de términos como interculturalidad, multiculturalismo y educación intercultural en el discurso público, académico y cotidiano, convoca un análisis tanto de los contextos, como de los significados que gravitan en torno a vocablos que hasta hace no muy poco se restringían a los estrechos ámbitos de los estudios culturales de la antropología y la educación y, más aún, al restringido campo de los estudios en etnicidad y bilingüismo.
En los hechos, podríamos estar ante aquella situación observada por Clifford Geertz (1989) al inicio del capítulo I de su libro “La Interpretación de las Culturas” (citando a Susanne Langer), según la cual, ciertas ideas parecieran estallar en el paisaje intelectual con una fuerza atribuible a que súbitamente vemos en ellas el potencial de resolver, no sólo alguno, sino todos los problemas que emergen como fundamentales, a modo de una “fórmula mágica de alguna nueva ciencia positiva, como si fuera el centro conceptual alrededor del cual es posible construir un nuevo sistema general de análisis”.
De ser ése el caso, el propio desarrollo planteado por el autor, auguraría un escenario fecundo para la comprensión de dimensiones de realidad históricamente invisibilizadas por los lenguajes homogenizadores de la cultura y la educación, en tanto llegaría un momento en que, como resultado de los procesos de profundización, lograríamos delimitar y avanzar en los campos específicos que serían objeto de un abordaje fecundo desde dichas ideas y conceptos.
Una segunda tesis de ésta así llamada “moda” por más de un investigador de corriente crítica, podría radicar en la fuerza con que ciertos conflictos sociales han irrumpido en el imaginario colectivo del “nosotros”, desestabilizando nuestro cotidiano. Entre ellos, las demandas de nuestros pueblos originarios, cuyo origen se remonta a los particulares modos en que hemos construido las nociones de desarrollo, progreso e identidad nacional. En este escenario, estaríamos transitando desde aquella concepción que aún hacia principios del siglo XX, veía en los pueblos originarios aquella “raza inferior de indios salvajes” cuya expulsión del sur del país era enarbolada como mecanismo de atracción de colonos alemanes, hacia un razonamiento inclusivo de nuestra diversidad cultural étnica –forzado por cierto- pero que nos permitiría resolver el conflicto aunque sea discursivamente, en pos de ese “imaginario del orden” que en el informe PNUD se identificaba como el hilo conductor de nuestra institucionalidad. “La especificidad del imaginario chileno –nos alertaba el informe- parece radicar en la sacralización del orden como unidad determinada desde su origen, a la vez que constantemente amenazada por el desorden” (PNUD: 2002, “Nosotros los chilenos: un desafío cultural”).
Lo cierto es que ambas tesis, más que contradecirse, señalan la confluencia de factores diversos, incipientes y complejos en la emergencia de los debates interculturales que se desarrollan hoy en los círculos académicos, políticos y sociales. La educación intercultural forma parte, tanto de los petitorios de los estudiantes movilizados, como de las propuestas gubernamentales que intentan infructuosamente resolver el conflicto, más que responder a dichas demandas.
No obstante, bastaría con que el lector hiciera un rápido sondeo aleatorio en su entorno cercano o en las páginas Web de acceso masivo, para constatar que el contenido que se le está dando, dista mucho de los desarrollos que se despliegan en el contexto internacional. Hablar de multiculturalidad a nivel global, es plantearse la cuestión de la revitalización de las identidades, en medio de procesos de globalización económica e informacional, en donde la mirada sustancialista tradicional de la identidad es reemplazada por la de migraciones y movilidades, de desanclaje e instantaneidad, de redes y flujos, que han llevado a algunos antropólogos ingleses a denominarla a través de la imagen de moving roots, o raíces en movimiento. Por su parte, lo específico de la perspectiva intercultural, radica en una resolución dialógica del pluralismo cultural, apuntando a la relación entre sujetos o entidades culturalmente diferenciados a partir de una amplia gama de distinciones de diversidad.
Por su parte, hablar de multiculturalismo e interculturalidad hoy en Chile, es encontrarse con centros de investigación en etnicidad y hacerlo sobre interculturalidad, es contactarse primordialmente con programas de educación intercultural bilingüe de las comunidades así llamadas tradicionales. Algo positivo puede rescatarse de la enunciada proliferación terminológica enunciada, en tanto atisbos de reconocimiento de una pluralidad cultural subyacente y la intuición de que algo en el modelo sobre cuya base la hemos resuelto podría no haber sido tan eficaz a la hora de proyectar un desarrollo aspirado con armonía e integración social.
Cuando emergen ya no sólo abrupta, sino conjuntamente las demandas de los pueblos originarios, de los jóvenes, minorías sexuales, familias ahogadas por el endeudamiento, localidades que han visto minada su calidad de vida por emprendimientos que atentan contra el equilibrio ecológico de su entorno, una ciudadanía que descree de la política y los políticos que la gobiernan y grupos sociales marginados por el modelo que con rostros encapuchados nos encaran que nada parecieran tener que perder, las miradas se vuelven sobre sí mismas para volver a las preguntas adormecidas que conforman el campo de lo cultural.
Los sentidos de identidad, de nación, de lo privado y de lo público que sustentan los procesos históricos resultan particularmente relevantes en épocas de crisis y transformación como la que reconocemos. Chile ha cambiado. Pero, ¿en qué dirección y con qué sentido? nos preguntamos. Todo pareciera indicar que los acuerdos tácitos de identidad que hemos tejido sobre nosotros mismos y que ha invisibilizado la diversidad de trayectorias sociales constitutivas del “nosotros”, ha entrado en franca revisión. Los discursos legitimadores de diversidad que se traslucen en las aún restringidas aproximaciones a lo intercultural y la educación intercultural, la recuperación de la educación como bien público, las demandas por la distribución del bienestar social y económico, bien podrían estar dando cuenta de una ruptura con el tradicional temor al caos como sustento del “buen orden” en las nuevas generaciones, delineando una aspiración de una nueva forma de con-vivir y representarnos el desarrollo-país esperado.
Vale la pena, entonces, volver sobre ese nosotros común desde una perspectiva cultural abierta al reconocimiento de una experiencia cotidiana que se construye colectivamente en un marco de pluralidad reconocidos por los estudios multi e interculturales, ya no sólo en América Latina, sino a nivel global. La identidad, como relato del nosotros mismos se forja no sólo en la identificación de rasgos que nos caracterizan, sino fundamentalmente en una propuesta del país que queremos ser, señala el informe del PNUD. El conflicto social ha de ser una señal de cómo ese sueño que se ha forjado en base a lógicas homogenizadoras y silenciadoras de la diversidad, mucho más allá de la etnicidad, reclama un reconocimiento y un lugar en la configuración de un nuevo ciclo, marcado por los aires de recuperación del sujeto que trae consigo la postmodernidad.
*Directora Doctorado en Ciencias de la Educación, Mención Educación Intercultural. Universidad de Santiago de Chile.
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Interculturalidad, Educación y Conflicto social
por María Soledad Erazo Jiménez
En nuestro país, la proliferación de términos como interculturalidad, multiculturalismo y educación intercultural en el discurso público, académico y cotidiano, convoca un análisis tanto de los contextos, como de los significados que gravitan en torno a vocablos que hasta hace no muy poco se restringían a los estrechos ámbitos de los estudios culturales de la antropología y la educación y, más aún, al restringido campo de los estudios en etnicidad y bilingüismo.
En los hechos, podríamos estar ante aquella situación observada por Clifford Geertz (1989) al inicio del capítulo I de su libro “La Interpretación de las Culturas” (citando a Susanne Langer), según la cual, ciertas ideas parecieran estallar en el paisaje intelectual con una fuerza atribuible a que súbitamente vemos en ellas el potencial de resolver, no sólo alguno, sino todos los problemas que emergen como fundamentales, a modo de una “fórmula mágica de alguna nueva ciencia positiva, como si fuera el centro conceptual alrededor del cual es posible construir un nuevo sistema general de análisis”.
De ser ése el caso, el propio desarrollo planteado por el autor, auguraría un escenario fecundo para la comprensión de dimensiones de realidad históricamente invisibilizadas por los lenguajes homogenizadores de la cultura y la educación, en tanto llegaría un momento en que, como resultado de los procesos de profundización, lograríamos delimitar y avanzar en los campos específicos que serían objeto de un abordaje fecundo desde dichas ideas y conceptos.
Una segunda tesis de ésta así llamada “moda” por más de un investigador de corriente crítica, podría radicar en la fuerza con que ciertos conflictos sociales han irrumpido en el imaginario colectivo del “nosotros”, desestabilizando nuestro cotidiano. Entre ellos, las demandas de nuestros pueblos originarios, cuyo origen se remonta a los particulares modos en que hemos construido las nociones de desarrollo, progreso e identidad nacional. En este escenario, estaríamos transitando desde aquella concepción que aún hacia principios del siglo XX, veía en los pueblos originarios aquella “raza inferior de indios salvajes” cuya expulsión del sur del país era enarbolada como mecanismo de atracción de colonos alemanes, hacia un razonamiento inclusivo de nuestra diversidad cultural étnica –forzado por cierto- pero que nos permitiría resolver el conflicto aunque sea discursivamente, en pos de ese “imaginario del orden” que en el informe PNUD se identificaba como el hilo conductor de nuestra institucionalidad. “La especificidad del imaginario chileno –nos alertaba el informe- parece radicar en la sacralización del orden como unidad determinada desde su origen, a la vez que constantemente amenazada por el desorden” (PNUD: 2002, “Nosotros los chilenos: un desafío cultural”).
Lo cierto es que ambas tesis, más que contradecirse, señalan la confluencia de factores diversos, incipientes y complejos en la emergencia de los debates interculturales que se desarrollan hoy en los círculos académicos, políticos y sociales. La educación intercultural forma parte, tanto de los petitorios de los estudiantes movilizados, como de las propuestas gubernamentales que intentan infructuosamente resolver el conflicto, más que responder a dichas demandas.
No obstante, bastaría con que el lector hiciera un rápido sondeo aleatorio en su entorno cercano o en las páginas Web de acceso masivo, para constatar que el contenido que se le está dando, dista mucho de los desarrollos que se despliegan en el contexto internacional. Hablar de multiculturalidad a nivel global, es plantearse la cuestión de la revitalización de las identidades, en medio de procesos de globalización económica e informacional, en donde la mirada sustancialista tradicional de la identidad es reemplazada por la de migraciones y movilidades, de desanclaje e instantaneidad, de redes y flujos, que han llevado a algunos antropólogos ingleses a denominarla a través de la imagen de moving roots, o raíces en movimiento. Por su parte, lo específico de la perspectiva intercultural, radica en una resolución dialógica del pluralismo cultural, apuntando a la relación entre sujetos o entidades culturalmente diferenciados a partir de una amplia gama de distinciones de diversidad.
Por su parte, hablar de multiculturalismo e interculturalidad hoy en Chile, es encontrarse con centros de investigación en etnicidad y hacerlo sobre interculturalidad, es contactarse primordialmente con programas de educación intercultural bilingüe de las comunidades así llamadas tradicionales. Algo positivo puede rescatarse de la enunciada proliferación terminológica enunciada, en tanto atisbos de reconocimiento de una pluralidad cultural subyacente y la intuición de que algo en el modelo sobre cuya base la hemos resuelto podría no haber sido tan eficaz a la hora de proyectar un desarrollo aspirado con armonía e integración social.
Cuando emergen ya no sólo abrupta, sino conjuntamente las demandas de los pueblos originarios, de los jóvenes, minorías sexuales, familias ahogadas por el endeudamiento, localidades que han visto minada su calidad de vida por emprendimientos que atentan contra el equilibrio ecológico de su entorno, una ciudadanía que descree de la política y los políticos que la gobiernan y grupos sociales marginados por el modelo que con rostros encapuchados nos encaran que nada parecieran tener que perder, las miradas se vuelven sobre sí mismas para volver a las preguntas adormecidas que conforman el campo de lo cultural.
Los sentidos de identidad, de nación, de lo privado y de lo público que sustentan los procesos históricos resultan particularmente relevantes en épocas de crisis y transformación como la que reconocemos. Chile ha cambiado. Pero, ¿en qué dirección y con qué sentido? nos preguntamos. Todo pareciera indicar que los acuerdos tácitos de identidad que hemos tejido sobre nosotros mismos y que ha invisibilizado la diversidad de trayectorias sociales constitutivas del “nosotros”, ha entrado en franca revisión. Los discursos legitimadores de diversidad que se traslucen en las aún restringidas aproximaciones a lo intercultural y la educación intercultural, la recuperación de la educación como bien público, las demandas por la distribución del bienestar social y económico, bien podrían estar dando cuenta de una ruptura con el tradicional temor al caos como sustento del “buen orden” en las nuevas generaciones, delineando una aspiración de una nueva forma de con-vivir y representarnos el desarrollo-país esperado.
Vale la pena, entonces, volver sobre ese nosotros común desde una perspectiva cultural abierta al reconocimiento de una experiencia cotidiana que se construye colectivamente en un marco de pluralidad reconocidos por los estudios multi e interculturales, ya no sólo en América Latina, sino a nivel global. La identidad, como relato del nosotros mismos se forja no sólo en la identificación de rasgos que nos caracterizan, sino fundamentalmente en una propuesta del país que queremos ser, señala el informe del PNUD. El conflicto social ha de ser una señal de cómo ese sueño que se ha forjado en base a lógicas homogenizadoras y silenciadoras de la diversidad, mucho más allá de la etnicidad, reclama un reconocimiento y un lugar en la configuración de un nuevo ciclo, marcado por los aires de recuperación del sujeto que trae consigo la postmodernidad.
*Directora Doctorado en Ciencias de la Educación, Mención Educación Intercultural. Universidad de Santiago de Chile.
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